lunes, 30 de mayo de 2011
Juan Tresguerres o el orgullo de ser cura
Hoy ha llegado una noticia tan esperada como triste: la muerte de Juan Antonio Fernandez-Tresguerres... bueno, perdón: FRAY Juan Antonio Fernández-Tresguerres, y me gustaría compartir lo que en un momento así uno lleva dentro.
Tresguerres era un dominico muy especial. Su curriculum académico ocuparía unas cuantas páginas, y además, es seguro que aborrecería se publicase (y de hecho, creo que desde el más allá, abochorna ya esta mención), pero seguro que no le molestaría que se le resumiese todo el con una de sus pasiones: era arqueólogo.
Empezamos a tratarnos a través de mi hermano Juan, pupilo y confidente de este buen hijo de santo Domingo. Y, a través de lo que le iba oyendo a mi hermano y lo qué mas tarde pude comprobar en persona, fui descubriendo a un fraile de los que no se pone jamás un alzacuellos, pero que se enrocaba bajo el teólogo más universal con una fuerza y un vigor dignos de admiración, con una teología acorazada a través de filosofía y tomismo.
Yo ni soy arqueólogo ni tampoco historiador, y sé de sobra que estos días muchos escribirán sobre él en su faceta investigadora o docente. Yo quisiera desde aquí transmitiros lo que no creo hagan ninguno de ellos: que la muerte de Tresguerres es una pérdida no solo social, sino eclesial.
En los medios de comunicación e incluso en nuestras conversaciones con amigos, rara es la vez que se hable de un cura por motivos de admiración. La pederastia, las tropelías, las palabras bajas son etiquetas reales que los sacerdotes hemos de encajar no bajo un prisma victimista, sino dede la vergüenza, ante la verdad de muchos de nosotros. Pero Juan Tresguerres es de esos curas que ¡joer! te hace sentirte muy orgulloso de pertenecer a esta Iglesia.
Dan ganas de gritar al mundo: ¡éste, también es hijo de la Iglesia!
Y aunque parezca que mi postura es la del que apuesta a caballo ganador, nada más lejos; pues reconozco en Juan lo que he reconocido antes en Don Emilio Olábarri, Don Raúl Arias del Valle y por supuesto en Don Alfredo de la Roza: sacerdotes trabajadores y cumplidores de su labor, estudiosos que han dado más de lo que han recibido; curas de tomo y lomo que muchas veces han caído en el olvido de sus propios hermanos, pero que han sembrado a sus alumnos la inquietud por el saber, la opción por el estudio y la mansedumbre de espíritu* que da como fruto un sentido común aplastante.
Quisiera, antes de acabar, decir también que Juan Tresguerres ha sido para mi hermano lo que Don Alfredo de la Roza para mí: un Maestro. Y, por ironías que tiene la vida, tanto mi hermano como yo hemos conocido a estos dos curas en dos ámbitos diametralmente opuestos, uno en la Universidad Pública, el otro en un coro de catedral. Y digo lo de la ironía, puesto que ambos dos, Juan y Don Alfredo iban juntos a los conciertos de abono del Auditorio y a un sin fín de conciertos, pues ambos amaban como pocos la música.
Juan ha pagado su deuda con nuestra Madre, pues ha sabido dar a la Iglesia el fruto maduro de aquella formación sembrada años ha en diversas casas de su orden. Ha sabido hablar de Dios y de la institución sin armaduras ni escudos, sino desde el saber y el saber hacer. Juan ha entendido lo que era ser cristiano en medio de nuestro mundo, estra en el mundo sin ser del mundo.
Ahora, como dice el Evangelio: "si el grano de trigo no muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto".
Descansa en paz, Juan, y gracias... por tantas cosas.
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Lo siento mucho por Juan, tu hermano. Pero, seguro que sabrá como demostrarle, a Juan Tresguerres, que su labor seguirá viva con el.
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